EL MEDIO PELO

El síndrome de Estocolmo colonial: cuando nos enamoramos de quien nos desprecia

Una enfermedad cultural que arrastramos desde los manuales escolares hasta el prime time.

Adrián Characán
Adrián Characán

Idealizar lo extranjero y despreciar lo propio: una enfermedad cultural que arrastramos desde los manuales escolares hasta el prime time. ¿Cómo llegamos a creer que todo lo que viene de afuera es mejor? ¿Por qué celebramos nuestras derrotas y nos avergonzamos de nuestros logros?


El síndrome de Estocolmo colonial: cuando nos enamoramos de quien nos desprecia


Hay una idea que se nos metió en la cabeza como un virus elegante: que lo de afuera es mejor. No sabemos bien cuándo empezó, pero sí sabemos que lo seguimos repitiendo sin pensar. Tal vez arrancó con Sarmiento, que desde sus cartas pedía no ahorrar en sangre de indio y soñaba con una Argentina modelada a imagen y semejanza de Europa o los Estados Unidos. El mismo que promovió la educación, pero que despreciaba lo originario y autóctono. Citado textual: "La sangre de gauchos, chusma acostumbrada a la vida ociosa, es lo único que tienen de humanos, y hay que hacerla servir al país, derramándola". Brutal, pero dicho por quien hoy figura en los billetes.

Después vinieron los manuales, los locutores de tono neutro, las publicidades con acento extranjero, y los periodistas que cada dos por tres tiran: "En un país en serio esto no pasaría". Como si ser un país "en joda" fuera una marca de fábrica, un karma genético. Como si estuviéramos condenados al subdesarrollo por naturaleza y no por quienes se benefician de mantenernos ahí.

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Arturo Jauretche lo explicó como nadie. Lo llamó el "medio pelo", esa clase media que una vez salió del subsuelo popular pero que al llegar a su primer televisor se creyó superior. Y desde ahí empezó a despreciar lo nacional, a burlarse del acento propio, a vestirse como en Miami aunque no haya ido ni al Tigre. "El medio pelo argentino es un personaje que se cree parte de una élite, cuando apenas ha logrado salir del barro", decía Jauretche en "El medio pelo en la sociedad argentina". Y tenía razón. Ese que en vez de decir "qué bueno que fabriquemos satélites" dice "esto seguro lo compraron a sobreprecio". Ese que en vez de celebrar un logro propio lo reduce con un meme.

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Y lo vimos incluso en el humor. Ese sketch brillante de Pedro Saborido y Diego Capusotto con Luis Solari, el cantante que nunca viajó , pero "le contaron" que todo en el extranjero era mejor. Una radiografía tragicómica de lo que pensamos a diario sin darnos cuenta: que en Suiza no hay piquetes, que en Noruega no hay corrupción, que en Alemania no hay pobreza. Claro, tampoco hay América Latina, ni Malvinas, ni memoria. Es otra historia. Pero ese modelo inalcanzable nos lo venden como aspiración, no como diferencia.

Y así, mientras idealizamos lo ajeno, también aprendimos a detestar lo propio. A nuestras dirigencias, a nuestros íconos, a nuestros procesos políticos. El fallo que intenta meter presa a Cristina Fernández de Kirchner no es solo un episodio judicial. Es la consagración de un deseo social profundo: ver caer a quien alguna vez levantó la voz por los de abajo. No porque haya pruebas sólidas, sino porque "algo habrá hecho". Porque así como el medio pelo desprecia al cabecita, también desprecia al que se parezca a él. No es una justicia, es un deseo de castigo. Y lo más grave: hay periodistas, opinadores y conductores que festejan ese escarnio como si hubieran ganado el mundial. Sin entender que no están festejando una condena: están celebrando el debilitamiento de la democracia.

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Ese pensamiento colonizado, que viene de vieja data, que festeja cuando nos sacan una industria y aplaude cuando nos bajan una bandera, es el que nos impide soñar en serio. Nos metieron en la cabeza que lo importado es mejor y lo nacional es trucho. Que el vino chileno, que el queso francés, que el político europeo. Que acá no se puede. Que la Argentina no tiene arreglo.

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Y así, como en una profecía autocumplida, terminamos confirmando lo que no nos animamos a revertir.

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Tal vez sea hora de preguntarnos por qué. Y de empezar a romper con ese espejo falso donde todo lo nuestro se ve más feo de lo que realmente es.

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