La muerte, ese día que ya vivimos
Dicen que cada persona que ha superado su primer año de vida ya caminó, sin saberlo, por el día exacto en el que morirá. Fue un martes cualquiera, un viernes de otoño, un domingo caluroso.
Dicen que cada persona que ha superado su primer año de vida ya caminó inexorablemente, sin saberlo, por el día exacto en el que morirá. Fue un martes cualquiera, un viernes de otoño, un domingo caluroso. Ese día, que más adelante se convertirá en piedra angular de su historia, ya tuvo su cielo, sus vientos, su clima. La vida -caprichosa, circular- le deja a cada quien una huella muda del final, sin revelar la fecha, ni la hora, ni el modo.
¿Puede la inteligencia artificial predecir ese instante, puede un sistema, por más vasto que sea, anticipar lo inefable?
La respuesta, por ahora, es no. La IA puede estimar, proyectar, calcular riesgos. Puede decir que alguien con ciertas condiciones médicas tiene mayor probabilidad de morir a determinada edad, o advertir que hay hábitos que acortan la vida. Pero no puede ver el viento en la esquina precisa donde el destino decide doblar. No puede adivinar si ese día va a ser por un accidente, por un infarto o por el alma que, simplemente, ya no quiere quedarse.
Y quizás esté bien que así sea.
Porque la muerte, más que un evento, es un misterio. Es esa certeza que todos tenemos y que, sin embargo, se empeña en llegar siempre como sorpresa. La IA puede hacer muchas cosas: escribir poemas, traducir idiomas, crear imágenes y hasta sostener conversaciones llenas de sentido. Pero no puede tocar lo invisible. No puede entender del todo lo que es el duelo, lo que es la ausencia, lo que es mirar la silla vacía de alguien que ya no está.
Tal vez por eso existen programas como Mil Maneras de Morir, donde se recopilan -con tono sensacionalista o grotesco- formas extrañas y absurdas de irse de este mundo. Algunas historias rozan el límite del morbo, otras despiertan una risa nerviosa, otras simplemente nos dejan pensando en lo frágil que es todo. Porque en el fondo, lo que nos conmueve no es la rareza del hecho, sino la idea de que puede pasarnos a cualquiera. Que ese final, por bizarro que parezca, puede estar a la vuelta de una rutina.
Y hay algo más inquietante: saber que la vida también se muere todos los días un poco. Que hay pequeños funerales que pasamos por alto: cuando dejamos de ver a un amigo, cuando se rompe un amor, cuando se apaga una costumbre que nos daba sentido. Y aún más: que la muerte tiene sus propios rituales, que usamos sin saberlo. Celebraciones veladas que no reconocemos como despedidas. Una comida familiar donde alguien ríe por última vez. Una siesta profunda. Un brindis de fin de año. A veces no sabemos que un instante es el último, pero igual lo fotografiamos con la memoria.
Ahí es donde aparece el sentido más humano de la muerte: el de abrazar la fragilidad. El de entender que no es sólo el último suspiro lo que importa, sino todo lo que se respiró antes. Que quizás la inteligencia artificial nunca pueda predecir la muerte, porque la muerte no es una ecuación. Es un poema. Es una canción sin estribillo. Es el silencio final de un concierto.
Y eso, ni la mejor tecnología podrá traducirlo.
Interrogantes que duelen y también despiertan:
¿Por qué cuando nacemos, con 365 días disponibles, nos asignan un signo del zodíaco, un carácter, una predicción? Aunque ese momento ni siquiera lo elegimos nosotros, sino tal vez nuestros procreadores, entre siete y nueve meses antes. Sin embargo, también hay 365 días posibles para la muerte. Y hay quienes incluso eligen cuándo irse, en un acto tan humano como desgarrador: el suicidio.
¿Por qué decimos que nacimos bajo el signo de Capricornio o Escorpio, pero nunca decimos que alguien murió bajo el signo de Acuario o Aries?
¿Y qué pasa cuando la muerte llega antes de tiempo, cuando se lleva a un niño, a una hija, a un adolescente, a un hijo antes que a su madre o su padre? ¿Cómo se aborda ese proceso que quiebra el orden natural del mundo?
¿Cómo se sobrevive a lo que no tiene nombre?
Incluso la muerte, esa presencia inevitable, ha sido objeto de una curiosidad casi poética. La mencionamos en voz baja, la tememos, la ignoramos... pero siempre está. En canciones, en poemas, en silencios. Tal vez porque es lo único seguro que tenemos. Hasta la música le ha escrito versos, como lo hizo Sui Generis con su inmortal Canción Para Mi Muerte, donde Charly y Nito cantan con la voz temblorosa, sin previo aviso, como una visita que nadie invita pero que todos reciben.
Esa canción fue un himno para generaciones que crecieron con miedo, con dictadura, con amigos que no volvían. Hablar de la muerte, en ese contexto, era una forma de resistir. De decir: "estoy vivo". Y también de pactar, aunque sea con la poesía, un modo de despedirse sin dejar de estar.
San La Muerte: el santo de los que ya no tienen a quién rezarle
Dicen que a San La Muerte no se le reza en voz alta. Se le habla bajito, entre dientes, como quien le confiesa un secreto al borde del abismo. No tiene iglesia, pero está en todas partes: en el bolsillo del albañil que cruza la ciudad en bicicleta, en el altar improvisado de una madre que no puede pagar un abogado para su hijo preso, en la bala derretida que alguien guarda colgando del cuello, más cerca del corazón que de Dios.
No lo canonizó ningún Papa. Pero en los barrios del olvido lo tratan de "San", con más respeto que a muchos vivos. Porque cumple. Porque no juzga. Porque no pide certificado de bautismo ni buena conducta. Solo fe. Y algo de miedo.
San La Muerte protege a los que el sistema escupió. Es la última instancia de los desesperados. Cuando no hay justicia, cuando no hay salud, cuando no hay amor, cuando no hay plata... queda él. El flaco. El de la guadaña. El que no promete el paraíso, pero a veces te salva el presente.
No hay intermediarios. No hay curas. No hay templos. Solo la vela roja que tiembla, una oración que mezcla guaraní, español y silencio, y un pacto: si me ayudás, te doy esto. Si no me ayudás, igual te respeto. Porque sos lo único que me queda.
Si vos o alguien que conocés necesita ayuda:
- Línea 135 (desde Buenos Aires y algunas ciudades del interior del país) - Gratuita y confidencial.
- 0800-345-1435 - Línea nacional de prevención del suicidio.
- En Mendoza, podés comunicarte con el Servicio de Salud Mental del Hospital El Sauce al 0261-4416900, o acudir a cualquier centro de salud.